Noche de mayo o la
ahogada
Nicolai Gogol
I
GANNA
«¡El diablo lo entienda! Cuando la gente cristiana se propone
hacer algo, se atormenta, se afana como perros de caza en pos de una
liebre, y todo sin éxito. Pero en cuanto se mete de por medio el
diablo, tan sólo con que mueva el rabo, y no se sabe por dónde,
todo se arregla como si cayera del cielo.»
Una sonora canción
fluía como un río por las calles del pueblo... Era el momento en
que los mozos y las mozas, fatigados por los trabajos y
preocupaciones del día, se reunían ruidosamente formando un corro
bajo los fulgores de una límpida noche, para volcar toda su alegría
en sonidos habitualmente inseparables de la melancolía. El
atardecer, eternamente meditativo, abrazaba soñando al cielo azul,
convirtiéndolo todo en vaguedad y lejanía. Aunque ya había llegado
el crepúsculo, las canciones no habían cesado, cuando, con la
bandurria en la mano, se deslizaba por las calles, después de
haberse escurrido del grupo de cantores, el joven cosaco Levko, hijo
del alcalde del pueblo.
Un gorro cubría la
cabeza del cosaco, que iba por las calles rasgueando las cuerdas de
la bandurria e iniciando a su sonido ligeros pasos de danza. Por fin
se detuvo ante la puerta de una jata circundada de pequeños guindos.
¿De quién era esta jata?... ¿De quién era esta puerta?... Después
de haber callado un momento, Levko empezó a tocar la bandurria, y
cantó:
El sol está
bajo;
la noche, cerca;
sal a verme,
corazoncito mío.
-No... Por lo visto
se ha dormido de firme..., mi bella de los claros ojos -dijo el
cosaco al terminar la canción, acercándose a la ventana-. ¡Galiu,
Galiu! ¿Duermes o es que no quieres salir?... ¿Temes que alguien
pueda vernos o no quieres exponer tu blanca carita al frío?... No
temas, no hay nadie, la noche es tibia. Pero si apareciera alguien,
yo te cubriría con mi casaca, te rodearía con mi cinturón, te
taparía con mis manos, y nadie nos vería. Y si soplara una fría
ráfaga, te estrecharía más contra mi corazón. Te calentaría con
mis besos, metería en mi gorra tus piececitos blancos. ¡Corazón
mío!... ¡Pececito mío! ¡Mi collar!.... ¡Mírame por un
instante!... ¡Saca al menos por la ventana tu blanca manita!... No.
No duermes, orgullosa muchacha -dijo Levko más alto y con la voz del
que se avergüenza de la humillación de un momento-: ¿Te gusta
burlarte de mí?... Pues, ¡adiós!
Aquí Levko se
volvió, calose al sesgo su gorro y se apartó altivamente de la
ventana, rasgueando con suavidad las cuerdas de la bandurria. En este
momento giró el picaporte de madera de la puerta, se abrió ésta
con un crujido, y una muchacha de diecisiete primaveras franqueó el
umbral, mirando tímidamente alrededor y sin soltar el picaporte. En
la semioscuridad brillaban como estrellas los claros y acogedores
ojos y el collar de rojo coral. A la mirada de águila del mozo no
podía esconderse el rubor que asomaba, vergonzoso, a las mejillas de
Ganna.
-¡Qué impaciente
eres! -dijo ésta a media voz -. Ya estás enfadado. ¿Por qué has
elegido esta hora? Por las calles anda una muchedumbre de hombres...
Estoy temblando...
-¡Oh..., no
tiembles, pececito mío! ¡Estréchate más contra mí! -dijo el
mozo, abrazándola apartando la bandurria colgada del cuello por una
larga correa y sentándose con la joven a la puerta de la jata-. Bien
sabes que sólo una hora sin verte me resulta amarga.
-¿Sabes tú lo que
pienso yo? -lo interrumpió la muchacha, hundiendo sus ojos en los de
él-. Algo parece murmurarme al oído que en adelante no nos veremos
tan a menudo. La gente de tu aldea no es buena. ¡Las muchachas miran
a una con tanta envidia!, y los mozos... Hasta observo que mi madre,
en estos últimos tiempos, ha empezado a guardarme más severamente.
Confieso que me resultaba más alegre la vida en casa de extraños-.
Cierto movimiento de tristeza se expresó en su cara al pronunciar
estas últimas palabras.
-Llevas sólo dos
meses en tu casa paterna y ya estás triste. Puede ser que yo también
te haya aburrido...
-¡Oh!... ¡Tú no
me has aburrido!... -dijo ella, sonriendo-. Yo te amo, cosaco de las
negras cejas... Te amo porque tienes los ojos castaños y porque,
cuando me miras, toda mi alma parece sonreír y se siente alegre y
contenta. Porque la manera que tiene de estremecerse tu negro bigote
es amable, porque vas por la calle cantando y tocando la bandurria y
da gusto escucharte.
-¡Oh, muchacha
querida! -exclamó el mozo besándola y estrechándola con más
fuerza contra su pecho.
-Espera, espera,
Levko. Dime antes si has hablado con tu padre.
-¿Qué? -dijo él
como despertando-. Sí, le he hablado de que quiero casarme contigo y
que tú quieres ser mi esposa-. Pero las palabras sonaron con cierta
melancolía.
-¿Y qué?
-¿Qué voy a hacer
con él? El viejo testarudo, como de costumbre, se hace el sordo, no
quiere oír nada y encima me regaña diciéndome que ando vagando
Dios sabe por dónde, y que me voy de bureo con los mozos por las
calles. Pero no te apenes, Galiu mía... Te doy mi palabra de cosaco
de que llegaré a convencerle.
-¡Sí, bastará una
palabra tuya para que todo salga a tu gusto! Lo sé por mí misma.
Algunas veces no te escucharía, pero dices algo, y sin querer hago
lo que tú quieres. Mira, mira... -continuó ella reposando la cabeza
sobre el hombro de Levko y girando los ojos hacia arriba, por donde
extendía su azul sin límites el tibio cielo ucraniano, al cual
servían de cortinaje las ramas rizosas de los guindos-. Mira...,
allí a lo lejos brillan unas estrellas. Una..., dos..., tres...,
cuatro, cinco... ¿Verdad que los ángeles de Dios han abierto en el
cielo las ventanitas de sus luminosas casitas y nos miran? ¿No es
verdad, Levko? Ellos son los que contemplan nuestras tierras. Si los
hombres tuvieran alas como los pájaros para llegar a lo alto..., a
lo alto... ¡Huy, qué miedo! Ninguno de nuestros robles llega al
cielo, pero dicen que existe no sé dónde.... en un lejano país, un
árbol que con su copa rumorea en medio del propio cielo y que Dios
baja por él la noche antes de la Santa Pascua.
-No, Galiu. Dios
tiene una larga escalera que lo lleva del cielo a la misma tierra. La
colocan antes del Domingo de Pascua los santos arcángeles, y apenas
Dios pone el pie en el peldaño, todos los espíritus impuros se
precipitan por ella y a montones caen en el horno del infierno. Por
eso en la fiesta de Cristo no hay, no hay en la tierra un solo
espíritu malo.
-¡Cuán suavemente
se mueve el agua!... ¡Como el niño en la cuna! -continuó Ganna
señalando el estanque, sombríamente ceñido por el oscuro bosque de
olmos y llorando por los sauces que sumergían en él sus
quejumbrosas ramas.
Como un viejo sin
fuerzas oprimía el lago sus fríos brazos el lejano y oscuro cielo,
cubriendo de besos helados las estrellas que ardían tenuemente en
medio del tibio océano del aire nocturno, como si presintiera la
aparición de la brillante reina de la noche. Junto al bosque sobre
la montaña, dormitaba, con los postigos cerrados, una vieja casa de
madera; su tejado estaba cubierto de musgo y de hiedra silvestre.
Rizados manzanos crecían ante sus ventanas; el bosque, abrazándola
con su sombra, proyectaba sobre ella su salvaje pesadumbre, y el
bosquecillo de nogales se tendía a sus pies descendiendo hasta el
estanque.
-Recuerdo, como
entre sueños -dijo Ganna sin apartar los ojos de él-, que hace
mucho, mucho tiempo..., cuando yo era muy pequeña aún y vivía en
casa de mi madre..., contaban algo terrible sobre esa casa. Tú,
Levko, seguramente lo sabes. ¡Cuéntamelo!
-Deja eso hermosa
mía. ¡Las babas y la gente necia cuentan tantas cosas!... Oírlo te
pondría inquieta, empezarías a tener miedo y no podrías dormir
tranquila.
-¡Cuéntamelo,
cuéntamelo, querido muchacho de las negras cejas! -dijo ella
estrechando su rostro contra las mejillas de él y abrazándolo-.
No.... por supuesto, no me quieres. Tienes otra joven. No tendré
miedo. Dormiré tranquila por la noche. Cuando no dormiré es si no
me lo cuentas. Me atormentaré y empezaré a pensar... ¡Cuéntamelo,
Levko!
-Por lo visto, bien
dice la gente que en las muchachas hay un demonio que hostiga su
curiosidad. Bueno... Escucha... Hace mucho tiempo vivía en esta casa
un capitán de cosacos. El capitán tenía una hija. Una hermosa
muchacha, blanca como la nieve. Como tu carita. Hacía mucho que la
esposa del capitán había muerto y él pensó, por tanto, en casarse
con otra. "¿Me mirarás como antes, padrecito, cuando tomes
otra esposa?", preguntó su hija. "Sí, hija mía... Y aún
más fuerte que antes te estrecharé contra mi corazón. Sí, hija
mía... Aún te regalaré más brillantes, collares y pendientes."
El capitán de cosacos trajo a su joven esposa a la nueva casa. Era
sonrosada y blanca, pero miró de una manera tan terrible a su
hijastra, que ésta lanzó un grito al verla, y la severa madrastra
no le dirigió ni una sola palabra durante todo el día. Llegó la
noche. El capitán de cosacos se fue a dormir con su joven esposa a
la alcoba, y la blanca niña se encerró también en su cuartito.
Sentía gran amargura y se echó a llorar. En esto, vio que una
espantosa gata negra se acercaba a ella furtivamente. Su pelo ardía
y las férreas zarpas golpeaban el suelo. Presa de terror, la
muchacha saltó sobre el banco, y la gata tras ella. Saltó otra vez
al camastro, pero la gata la siguió, y de pronto se lanzó a su
cuello y empezó a estrangularla. Con un grito la apartó de sí y la
arrojó al suelo, pero la terrible gata volvió a avanzar
furtivamente. Una gran congoja se apoderó de la muchacha. De la
pared colgaba el sable de su padre; lo cogió y descargó un golpe
sobre la gata. Una de las patas con sus zarpas de hierro saltó y la
gata desapareció con un chillido por un oscuro rincón. Durante todo
el día no salió de su habitación la joven esposa del padre, pero
al tercero apareció con una mano vendada, por lo que la pobre
muchacha adivinó que su madrastra era una bruja y que ella le había
cortado la mano. Al cuarto día ordenó el capitán de cosacos a su
hija que trajera agua y barriera la jata como una simple campesina,
prohibiéndole aparecer en los aposentos de los amos. Le era muy
difícil a la pobrecita soportar todo esto, pero, ¿qué hacer?
Cumplió la voluntad paterna. Al quinto día, el capitán de cosacos
echó a su hija de la casa, descalza y sin darle siquiera un pedazo
de pan para el camino. Sólo entonces empezó a sollozar la muchacha,
cubriendo con las manos su blanco rostro. "¡Has hecho perderse
a la hija de tu sangre, padre mío! ¡La bruja ha hecho perderse a tu
alma pecadora!... ¡Que Dios te perdone!... Y en cuanto a mí,
desdichada, por lo visto, no me ordena seguir en este mundo."
-Y mira ahí...
-dijo Levko, volviéndose hacia Ganna-. Mira. Ahí, más allá de la
casa, hay un alto acantilado. Desde allí se arrojó al agua la
muchacha, que desde entonces desapareció del mundo.
-¿Y la bruja?
-preguntó con aire asustado Ganna mirándole con ojos llenos de
lágrimas.
-¡La bruja!... Las
viejas han inventado que a partir de ese tiempo todas las noches de
luna salen las ahogadas al jardín del capitán de cosacos a
calentarse bajo los rayos de la luna y que la hija de éste va a la
cabeza de ellas. Una noche vio a su madrastra junto al estanque. Se
abalanzó sobre ella y la arrastró con un grito hacia el agua, pero
la bruja también aquí encontró su recurso. Se transformó debajo
del agua en una de las ahogadas, y mediante este procedimiento se
salvó de ser golpeada con verdes juncos por las demás. ¡Vete tú a
creer a las babas!... Cuentan también que la hija del capitán de
cosacos reúne todas las noches a las ahogadas y les mira una por una
la cara, tratando de reconocer cuál de ellas es la madrastra, pero
hasta ahora no ha podido saberlo. Y si cae en sus manos algún ser
humano, lo obliga en seguida a adivinarlo. En caso contrario, amenaza
con ahogarlo. ¡He aquí, mi Galiu, lo que cuenta la gente vieja!...
El señor actual de esas tierras quiere construir ahí una bodega y
ha enviado ex profeso a un vinicultor... Pero.... Oigo hablar... Son
los nuestros, que han dejado ya sus cánticos. Adiós, Galiu; duerme
tranquila y no pienses en esos cuentos de las babas.
Diciendo esto, Levko
la abrazó con más fuerza, la besó y se fue.
-¡Adiós, Levko!
-dijo Ganna, fijando pensativa los ojos en el oscuro bosque.
Una enorme, ígnea
luna comenzó majestuosamente a ascender de la tierra. La mitad
estaba aún debajo de ella y ya todo el mundo se había llenado de
cierta solemne claridad. El lago se salpicó de chispas. La sombra de
los árboles comenzó a distinguirse claramente de entre el oscuro
verdor
-¡Adiós, Ganna!
-se oyó decir a la espalda de la joven, y estas palabras fueron
acompañadas de un beso.
-¿Has vuelto? -dijo
Ganna volviéndose, pero al ver delante de sí un mozo desconocido le
dio la espalda.
-¡Adiós, Ganna!
-se oyó de nuevo, y otra vez alguien la besó en la mejilla.
-¡Ya ha traído el
diablo a otro! -dijo ella con enojo.
-¡Adiós, querida
Ganna!
-¡Un tercero!
-¡Adiós!...
¡Adiós!... ¡Adiós, Ganna!... -y los besos llovieron sobre ella
desde todas las direcciones.
-¡Pero si hay aquí
toda una pandilla! -exclamó Ganna escapando a la multitud de mozos
que se precipitaban a abrazarla-. ¿Cómo no se aburren de tanto
besar?... ¡A fe mía que pronto no se podrá salir a la calle!
Después de estas
palabras, la puerta se cerró ruidosamente y sólo se oyó correr con
un chirrido el cerrojo de hierro.
II
EL ALCALDE
¿Conocen ustedes la
noche ucraniana?... ¡Oh!... ¡Ustedes no conocen la noche ucraniana!
¡Fíjense bien en ella!... Desde el centro del cielo mira la luna.
La inmensa bóveda celeste se ha dilatado y es más que infinita.
Arde y respira. La tierra está toda cubierta de una luz plateada y
el aire maravilloso es como un fresco bochorno: está lleno de
languidez y mueve un océano de perfumes. ¡Noche divina!... ¡Noche
encantadora!... Quietos.... inspirados están los bosques llenos de
tinieblas, arrojando una inmensa sombra. Tranquilos y callados son
estos estanques. El frío y la tiniebla de sus aguas se han encerrado
hurañamente entre los muros verde oscuro de los jardines. Las
vírgenes frondas de las acacias y de los cerezos tienden
temerosamente sus raíces hacia el helado manantial, y de vez en
cuando balbucean con sus hojas, enojándose e indignándose, al
parecer, cuando el hermoso voluble, el viento nocturno, después de
acercarse a hurtadillas, las besa. Todo el paisaje duerme. Arriba,
todo respira, todo es divino, todo es solemne. Y en el alma, todo es
infinito y maravilloso. Y multitud de apariciones plateadas surgen
armoniosamente en su profundidad. ¡Noche divina!... ¡Noche
encantadora! De repente todo resucita. Los bosques, los estanques y
la estepa. Se vierte el majestuoso trueno del ruiseñor ucraniano y
parece que hasta la luna se ha quedado escuchando en el centro del
cielo... Como hechizada duerme la aldea sobre la colina. Es más
blanca, y más brillante aún a la luz de la luna, la infinidad de
jatas cuyos bajos muros se destacan en la sombra con una claridad más
deslumbrante aún. Las canciones han callado. Todo está quieto. Los
hombres devotos duermen ya. En alguna que otra ventana angosta hay
luz todavía. Sólo junto a la puerta de la jata cena tardíamente
alguna familia retrasada.
***
-Sí..., pero el
hopak no se baila así. Ya me parecía a mí que salía bien... ¿Y
qué cuenta el compadre?... ¡Anda! ¡Vamos a ver! ¡Hop, tralá!
¡Hop, tralá!... ¡Hop! ¡Hop! ¡Hop!...
Así hablaba consigo
mismo un mujik de edad mediana, bastante achispado, mientras bailaba
por la calle.
-¡A fe mía que no
es así como se baila el hopak! ¡Para qué voy a mentir! ¡A fe mía
que no es así! Vamos a ver... ¡Hop, tralá! ¡Hop, tralá! ¡Hop!
¡Hop! ¡Hop!...
-¡Mira!... ¡Se ha
vuelto tonto el hombre! Todavía si fuera mozo... ¡Lo que es un
viejo carnero..., un hazmerreír de los niños cuando baila por la
noche en la calle!-exclamó una mujer de edad que llevaba paja en las
manos-. ¡Vete a tu jata! ¡Ya hace tiempo que es hora de dormir!
-Iré -dijo
parándose el mujik-. Iré. No haré caso de cualquier alcalde. ¿Qué
se imagina él? ¿Que porque sea alcalde y eche agua fría a la gente
cuando está helando, puede levantar las narices? ¡Si es alcalde,
que lo sea! ¡Yo soy el alcalde de mí mismo! ¡Que me castigue Dios!
¡Que Dios me castigue! ¡Yo soy el alcalde de mí mismo! Eso es... Y
no es que...-continuó acercándose a la primera jata, y parándose
delante de la ventana sobre cuyos vidrios dejó resbalar los dedos
tratando de encontrar el picaporte.
-¡Abre, baba!
¡Baba! Más de prisa, te digo... ¡Abre! Ya es hora de que el cosaco
se acueste.
-¿Adónde vas,
Kalenik? Has topado con una jata que no es la tuya -gritaron riendo a
sus espaldas las muchachas que volvían de cantar sus alegres
canciones-. ¿Quieres que te enseñemos dónde está tu jata?
-Enséñenmela,
amables mozas.
-Amables mozas...,
¿lo oyen ustedes? -dijo una-. ¡Qué respetuoso está Kalenik! En
recompensa tenemos que enseñarle su jata. Pero no... Primero, tienes
que bailar.
-¿Bailar?... ¡Ay,
qué muchachas tan traviesas! -dijo arrastrando las palabras Kalenik,
riendo o amenazándolas con el dedo y tambaleándose, pues sus
piernas no podían sostenerle en el mismo sitio-. ¿Y me dejarán que
las bese? A todas, tengo que besarlas. . ., a todas -y con pies
inseguros se echó a correr tras ellas. Las muchachas se pusieron a
chillar, produciendo entre sí una gran confusión, pero después, al
ver que Kalenik no tenía los pies muy ágiles, corrieron al otro
lado de la calle.
-¡Ahí está tu
jata! -le gritaron, alejándose y señalándole una jata bastante más
grande que las otras y que pertenecía al alcalde del pueblo. Kalenik
se encaminó obediente hacia ella, volviendo a injuriar a aquel.
¿Qué alcalde era
ese que promovía unos rumores tan desventajosos para su persona ?
¡Oh!... ¡Ese alcalde era una persona importante en el pueblo!
Mientras Kalenik
llega al final de su camino, nosotros, sin duda alguna, tendremos
tiempo de decir algo respecto de él. Que todo el pueblo, al verle,
se quita el gorro para saludarlo, y que las muchachas, las más
jovencitas, le dan los buenos días. ¿Quién de los mozos del pueblo
no hubiera querido ser alcalde? El alcalde tiene paso libre en todas
las tabernas y el robusto mujik guarda una actitud respetuosa cuando
el alcalde hunde sus gruesos y toscos dedos en la tabaquera. En las
reuniones del Consejo Comunal, a pesar de que su poder está limitado
por varios votos, el alcalde siempre se sale con la suya y envía,
casi a su antojo, a quien le da la gana a apisonar caminos o a cavar
zanjas. El alcalde es huraño, de aire severo, y no le gusta hablar
mucho. Hace muchísimo tiempo, cuando la gran zarina Catalina, de
amada memoria, fue a Crimea, el alcalde había sido incluido en su
escolta, desempeñando durante dos días este cometido y hasta
teniendo el honor de ir sentado en el pescante junto al cochero de la
zarina. Desde entonces había aprendido a bajar la cabeza con aire
importante y meditabundo, a atusarse los largos y retorcidos bigotes
y a mirar de soslayo con mirada de águila. Desde este tiempo, y
fuera cual fuere el tema de la conversación, se las componía para
recordar que había acompañado a la zarina montado sobre el pescante
real. A veces gustaba de simular sordera, sobre todo cuando oía algo
que no quería oír. Le resultaba insoportable la afectación en el
vestir. Usaba siempre una casaca de paño negro de confección
casera, se ceñía con un cinturón de lana de color y nadie le había
visto nunca con otras prendas, salvo en tiempos del viaje imperial a
la Crimea, en el cual luciera un kaftán cosaco de color azul. Pero
estos tiempos apenas si los recordaba alguien en el pueblo, y en
cuanto al kaftán, estaba guardado en el baúl bajo llave. El alcalde
era viudo, pero en su casa vivía una cuñada suya que le preparaba
la comida, la cena, fregaba los bancos, blanqueaba la jata, le tejía
las camisas y gobernaba toda la casa. En el pueblo se decía que
aquella mujer no era su cuñada, pero ya hemos visto que el alcalde
tenía muchos enemigos que gustaban de difundir toda clase de
calumnias. Quizá la razón de este rumor residiera en que a la
cuñada no le gustaba mucho que el alcalde fuera al campo cuando
estaba lleno de segadoras, o que visitara la casa de un cosaco si
éste tenía una hija joven. El alcalde era tuerto; pero su ojo
solitario era pícaro y capaz de descubrir desde lejos a una aldeana
bonita. La linda carita se fijaba en si a su alrededor estaba la
cuñada. Ya hemos contado todo lo necesario con referencia al
alcalde, y e1 borracho Kalenik no ha llegado aún a la mitad de su
camino desde el que todavía, durante mucho tiempo, ha seguido
brindándole cuantos epítetos puede proferir su lengua torpe y
perezosa.
III
UN RIVAL INESPERADO.
LA CONSPIRACIÓN
-No, muchachos no..,
no quiero. ¿Qué francachela es esa? ¡Cómo no están aburridos de
juergas? ¡Ya sin esto, sabe Dios qué fama de pendencieros tenemos!
¡Váyanse a dormir! Mejor será -así habló Levko a sus bulliciosos
compañeros, que lo incitaban a nuevas travesuras-. Adiós, hermanos.
¡Que pasen buena
noche! -y se alejó de ellos por la calle con rápidos pasos.
«¿Estará
durmiendo mi Ganna de los ojos claros?», pensó, acercándose a la
jata de los guindos que ya conocemos. En el silencio se oyó de
pronto un rumor de palabras en voz baja. Levko se detuvo. Entre los
árboles divisose el blancor de una camisa.
«¿Qué significa
esto?», pensó, y acercándose a hurtadillas se escondió detrás de
un árbol. Bajo la luz de la luna resplandecía el rostro de la
muchacha que estaba ante él... ¡Era Ganna! Pero ¿quién era aquel
hombre alto que le daba la espalda? En vano se esforzaba por
identificarle. La sombra le cubría de los pies a la cabeza. Por
delante solamente la luna lo iluminaba un poco, pero el más leve
paso de Levko exponía a éste a la desagradable posibilidad de ser
descubierto. Arrimándose silenciosamente al árbol, decidió
permanecer donde estaba. La muchacha pronunció claramente su nombre.
-¿Levko?... Levko
es todavía un mocoso -dijo el hombre de alta estatura-. Si lo
encuentro alguna vez en tu casa, lo sacaré de ella arrastrándolo
por el tupé...
-Me gustaría saber
quién es este imbécil que se jacta de poder arrastrarme por el tupé
-dijo en voz baja Levko, estirando el cuello y procurando no perder
una sola palabra. Pero el desconocido seguía hablando en voz tan
baja que no se podía oír nada.
-No tienes vergüenza
-dijo Ganna al terminar aquel-. Mientes. Me engañas. No me quieres.
¡Nunca creeré que me amas!
-Lo sé -prosiguió
el hombre de alta estatura-, Levko te ha dicho muchas tonterías y te
ha mareado la cabeza con ellas-. Aquí, al mozo le pareció que la
voz del desconocido le era algo familiar y que la había oído en
alguna parte-. Pero ya le haré ver yo a Levko...-continuó en el
mismo tono el desconocido-. Él cree que no estoy al tanto de todos
sus enredos. Pero yo le haré probar a ese hijo de perro lo que son
mis puños.
Al oír estas
palabras, Levko no pudo seguir conteniendo su ira. Acercándose tres
pasos al desconocido levantó el puño para descargarlo con tal
fuerza que, de haberlo hecho, el hombrón, a pesar de su visible
robustez, se hubiera desplomado. En este momento la luna iluminó su
cara y Levko quedó petrificado al ver que tenía delante a su propio
padre. Sólo moviendo la cabeza y silbando ligeramente entre dientes
pudo manifestar su asombro. Cerca se oyó un crujido y Ganna entró
precipitadamente en la casa, cerrando la puerta con un portazo.
-¡Adiós, Ganna!
-gritó en este momento uno de los mozos acercándose a hurtadillas y
abrazando al alcalde para saltar después, sobresaltado, al tropezar
con unos hirsutos bigotes.
-¡Adiós, hermosa!
-gritó otro. Pero esta vez lo derribó al suelo un empellón del
alcalde.
-¡Adiós, adiós,
Ganna! -gritaron varios mozos, colgándose del cuello de aquel.
-¡Que les lleve el
diablo..., malditos granujas! -gritó el alcalde, zafándose de ellos
y pateando el suelo-. ¿Qué es eso de tomarme por Ganna?... ¡Váyanse
con sus padres a la horca..., hijos del diablo! Se me han pegado como
las abejas a la miel. ¡Ya les daré yo Ganna!
-¡Es el alcalde!...
¡El alcalde!... ¡El alcalde! -gritaron los mozos, dispersándose
por todos lados.
-¡Vaya con mi
padre!... -dijo Levko, recobrándose de su asombro y siguiendo con la
mirada al alcalde, que se alejaba profiriendo juramentos-. ¡Mira las
travesuras que tiene! Muy bonito... ¡Y yo no hago más que cavilar,
y me asombro de que finja sordera cuando le hablo de mi asunto!...
¡Espera un poco, viejo alcornoque!... ¡Ya te enseñaré yo a rondar
bajo las ventanas de las muchachas! ¡Ya te enseñaré a quitar las
novias ajenas! ¡Eh..., eh!... ¡Muchachos, aquí! -gritó haciendo
señales con la mano a los mozos, que habían vuelto a reunirse en
tropel-. ¡Vengan acá! Les aconsejé antes que fueran a dormir, pero
ahora estoy dispuesto a seguir la francachela, aunque sea toda la
noche.
-¡Eso está bien!
-dijo un mozo gallardo y fortachón, considerado el primero de los
juerguistas y bullangueros del pueblo-. ¡Todo me parece aburrido
cuando no consigo divertirme a mis anchas y hacer jugarretas! Es como
si a uno le faltara algo. Como si se le hubiera a uno perdido el
gorro o la pipa. En una palabra, como si no se fuera un cosaco.
-¿Están dispuestos
a enfurecer hoy debidamente al alcalde?...
-¡Al alcalde!
-Sí, al alcalde.
¿Qué se habrá creído ese hombre, en fin de cuentas? Nos maneja
como si fuera un hetman. No sólo nos trata como si fuésemos sus
criados, sino que se arrima a nuestras muchachas. Me parece que en
todo el pueblo no hay una sola muchacha bonita a la cual no haya
hecho la corte.
-¡Así es!... ¡Así
es! -gritaron todos los mozos a una sola voz-. ¿Somos, acaso,
muchachos, unos criados? ¿Es que no somos de la misma casta que él?
A Dios gracias, somos cosacos libres. ¡Demostrémosle, muchachos,
que somos cosacos libres!
-¡Demostrémoselo!
-gritaron los mozos.
-¡Y no sólo al
alcalde, sino tampoco perdonaremos al escribano del Ayuntamiento!
-¡No perdonaremos
al escribano!
-Y a mí, como a
propósito, se me acaba de ocurrir una bonita canción sobre el
alcalde. ¡Vengan! Se la enseñaré -continuó Levko, rasgueando las
cuerdas de la bandurria-. Y escúchenme. . . ¡Disfrácenme de lo que
les venga en gana!
-¡Juerga..., cabeza
de cosaco! -dijo un robusto parrandista, chocando los talones y dando
una palmada-. ¡Qué hermosura! ¡Qué libertad! Cuando uno empieza a
hacer diabluras se diría que recuerda tiempos pasados. Uno se
encuentra a gusto; el corazón se ensancha y el alma parece estar en
el paraíso. ¡Vamos, muchachos! ¡Que empiece la juerga!...
Y la turba se lanzó
ruidosamente por las calles, mientras las viejas devotas, despertadas
por los gritos, abrían las ventanas y se santiguaban con soñolientas
manos, diciendo:
-¡Vaya! ¡Ya empezó
la juerga de los mozos!
IV
LOS MOZOS VAN DE
JUERGA
Sólo una jata
estaba iluminada aún en el extremo de la calle. Era la vivienda del
alcalde. Hacía tiempo que éste había terminado su cena y, sin
duda, hacía mucho que se hubiera quedado dormido si no fuera porque
en este momento tenía un visitante: el vinicultor enviado para
construir un lagar para el terrateniente de los cosacos libres,
poseedor de una parcela de tierra. En el sitio de honor estaba
sentado el huésped; un hombrecito bajo, regordete, de ojos pequeños
y eternamente rientes, en los que aparecía escrito el gusto con que
fumaba su pipa cortita, escupiendo a cada momento y aplastando con el
dedo el tabaco que salía de ella convertido en ceniza. Nubes de humo
crecían rápidamente sobre él revistiéndolo de una niebla parda.
Parecía como si la ancha chimenea de un hogar, aburrida de
permanecer sentada sobre su tejado, hubiera tenido la idea de salir
de paseo y de sentarse con aire solemne a la mesa del alcalde. Bajo
la nariz del visitante asomaban los bigotes cortos y espesos, pero se
divisaban tan vagamente entre la atmósfera de tabaco, que parecían
ratones atrapados por el vinicultor, que los sostenía en su boca
violando el monopolio del gato color de ámbar. El alcalde. como amo
de la casa, vestía solamente una camisa y bombachos de hilo. Su ojo
de águila, cual el sol de la tarde, comenzaba a pestañear y a
apagarse. Al extremo de la mesa fumaba su pipa uno de los guardias
del pueblo que formaban el cuerpo a las órdenes de1 alcalde y que se
hallaba sentado con la casaca por respeto al dueño de la casa.
-¿Piensa usted
instalar pronto su lagar? -dijo el alcalde, volviéndose hacia el
vinicultor y haciendo una cruz sobre su boca, que bostezaba.
-Puede que, con la
ayuda de Dios, empecemos este otoño. Para la fiesta de la Asunción
estoy dispuesto a apostar Dios sabe qué si el señor alcalde no hace
eses con los pies por el camino.
Al pronunciar estas
palabras los ojillos del vinicultor desaparecieron y en su lugar se
extendieron unas rayas hasta las mismas orejas. Todo su cuerpo empezó
a temblar de risa y los alegres labios abandonaron por un momento la
pipa humeante.
-¡Dios lo haga!
-dijo el alcalde mostrando en su cara algo semejante a una sonrisa-.
Ahora gracias a Dios hay todavía pocos lagares. En cambio en otros
tiempos cuando yo acompañaba a la zarina por el camino de Pereiaslav
el difunto Besborodko...
-¡Vaya amigo... qué
tiempos recuerdas! Entonces desde Kremenchug hasta los mismos Romen
no había siquiera dos lagares. Y ahora... ¿Has oído lo que
inventaron los malditos alemanes? Dicen que pronto no llenarán el
horno con leña como todos los honrados cristianos sino con no sé
qué vapor del diablo.
Y diciendo estas
palabras el vinicultor miró pensativo la mesa y a sus manos
extendidas sobre ella.
-¿Cómo pueden
hacer esto con el vapor?... ¡A fe mía que no lo sé!
-¡Qué tontos son
esos alemanes, Dios me perdone! -dijo el alcalde-. Y padrecito, a
esos hijos de perro... ¿Dónde se ha oído que se pueda hervir algo
con el vapor?... ¡No puede uno llevarse a la boca una cucharada de
borsch sin quemarse los labios!
-¿Y tú, compadre?
-intercaló la cuñada sentada con los pies encogidos en el
camastro-. ¡Tú viviendo todo ese tiempo sin tu esposa!
-¿Y para qué la
necesito? ¡Otra cosa sería si se tratara de algo bueno!
-¡Como si no fuera
bastante bonita! -dijo el alcalde fijando sus ojos en él.
-¡Qué ha de
serlo!... Es vieja como un diablo. Tiene una cara arrugada como un
portamonedas vacío.
Y el pequeño
armazón del vinicultor se conmovió de nuevo bajo el peso de una
sonora risa.
En este momento se
oyó cómo alguien tanteaba en la puerta. Ésta se abrió y entró un
mujik que sin quitarse el gorro franqueó el umbral y se quedó
parado en el centro de la jata boquiabierto y pensativo mirando al
techo. Era nuestro conocido.
-¡Heme por fin en
casa! -dijo sentándose en un banco junto a la puerta y sin prestar
la menor atención a los presentes-. ¡Qué largo me hizo el camino
Satanás... ese hijo del enemigo! ¡Caminaba... caminaba y nunca veía
el fin! Parecía que alguien me había roto las piernas. ¡Alcánzame
la zamarra, baba. Algo para estar más cómodo. No subiré al
camastro sobre la estufa... ¡A fe mía que no subiré ! Me duelen
las piernas. ¡Alcánzame la zamarra! Está ahí cerca de la pared.
Cuida solamente de no volcar la olla de tabaco picado. ¡Ah no! Mejor
será que no la toques. Pudiera ser que hoy estuvieras borracha...
Más vale que la agarre yo mismo.
Kalenik se incorporó
un poco pero una fuerza invencible lo encadenó al banco.
-¡Esto me gusta!
-dijo el alcalde-. ¡Viene a una jata ajena y da órdenes como si
fuera propia! ¡Sáquenlo de aquí sin más contemplaciones!
-¡Déjalo
descansar, compadre! -dijo el vinicultor reteniendo al otro por la
mano-. Es un hombre útil. Si hubiera más gente como ésta, nuestro
lagar marcharía muy bien.
Pero no era la
benevolencia la que inspiraba estas palabras. El vinicultor creía en
todas las supersticiones y el hecho de expulsar sin compasión a un
hombre que ya se había sentado en un banco significaba para él
atraer la desgracia.
-¡Eso es lo que
pasa cuando llega la vejez! -gruñó Kalenik desde su asiento-.
¡Todavía se podría decir algo si yo estuviera borracho!..., pero
no, no estoy borracho. A fe mía que no estoy borracho. ¿Para qué
voy a mentir? Estoy dispuesto a declararlo ante el mismo alcalde.
Pero ¡qué me importa el alcalde! ¡Que reviente ese hijo de perro!
¡Escupo sobre él! ¡Que le aplaste una carreta a ese demonio
tuerto!... ¡Pensar que echa agua fría a las gentes en pleno
invierno para castigarlas!...
-¡Vaya!... ¡No
sólo se metió el cerdo en la jata sino que puso las patas encima de
la mesa! -dijo el alcalde, levantándose furioso de su sitio. Pero en
este momento una pesada piedra, haciendo añicos la ventana, voló
hasta sus propios pies. El alcalde se detuvo-. ¡Si yo supiera quién
es el bromista que ha tirado esa piedra, le daría una buena lección!
¡Vaya con las travesuras! -continuó, mirando la piedra en su mano,
con ojos ardientes-. ¡Ojalá se atragante con ella!
-¡Para, para! ¡Que
Dios te guarde, compadre! -exclamó el vinicultor palideciendo-. ¡Que
Dios te guarde en este y en el otro mundo! ¡Desear semejante
cosa!...
-¡Miren qué
defensor ha encontrado! ¡Que reviente ese!...
-¡Ni lo pienses,
compadre! Tú no sabes seguramente lo que le ocurrió a mi difunta
suegra.
-¿A tu suegra?
-Sí, a mi suegra.
Una noche, quizá algo más temprano que ahora, se habían sentado a
cenar la difunta suegra, el difunto suegro, dos trabajadores y unos
cinco niños. La suegra separó algunos galuschki y los puso en un
recipiente para que se enfriaran, pero después del trabajo todos
tenían mucha hambre y no querían esperar, por lo que, pinchándolos
con largos palillos de madera, se pusieron a comerlos. De pronto, no
sé de dónde, apareció un hombre que no se sabía quién era,
pidiendo que le dejaran comer también. ¿Cómo no habían de dar de
comer a un hambriento?... Le dieron un palillo, pero el visitante
empezó a comer galuschki como una vaca el heno. Mientras ellos
comían una galuschka y bajaban el palillo en busca de otra, se
encontraban con que el fondo estaba liso como el piso de la casa de
un señor. La suegra trajo más galuschki, pensando que el visitante
se habría hartado y comería menos. Nada de eso. Todavía con más
ganas, empezó a zamparlas, vaciando también la otra fuente. «Ojalá
te atragantes con estas galuschki», pensó la hambrienta suegra. Y
en aquel momento el invitado se atraganto y cayó al suelo. Todos se
precipitaron hacia él, pero ya había muerto. Se había
atragantado...
-Eso es lo que
merecía el maldito glotón -dijo.
-Sí..., pero las
cosas no fueron bien después. Desde ese tiempo la suegra no volvió
a tener tranquilidad. Tan pronto como caía la noche, aparecía el
muerto. Se sentaba sobre la chimenea el maldito sujetando una
galuschka entre los dientes. De día todo estaba tranquilo y no se
oía hablar de él, pero tan pronto caía el crepúsculo, miraba uno
al tejado y veía a ese hijo de perro montado sobre la chimenea...
-¿Con una galuschka
entre los dientes?
-Sí, con una
galuschka entre los dientes.
-¡Qué prodigio,
compadre! Yo he oído contar algo parecido a la difunta zarina...
Aquí el alcalde se
paró. Bajo la ventana se oyó el ruido y el taconeo de gente que
bailaba. Primeramente resonaron, suaves, las cuerdas de la bandurria,
a las que se unió una voz. Luego sonaron más fuertes, y otras voces
empezaron a acompañarla. De pronto una canción prorrumpió como un
torbellino:
Mozos, ¿saben que
el alcalde
ha perdido y busca
en balde
tornillos de su
cabeza,
por lo que esta no
endereza?...
¡Compónsela,
tonelero
con fuertes flejes
de acero!
Es diablo viejo y
canoso,
tuerto, tonto y
caprichoso;
tras las mozas corre
necio
sin importarle el
desprecio.
¡Tonto, tonto! ¿
Es que querías
con los mozos
competir,
cuando ya sólo
podrías
a la sepultura ir?
¡Vengan, muchachos,
cojámoslo
por el cuello y el
cogote!
¡Agarrémoslo!
¡Agarrémoslo
por el tupé y el
bigote!
-Bonita canción,
compadre... -dijo el vinicultor, ladeando un poco la cabeza y
dirigiéndose al alcalde, que se había quedado atónito ante tamaña
insolencia-. Bonita... Lo único que tiene de malo es que alude al
alcalde en términos poco corteses -y el vinicultor volvió a colocar
las manos sobre la mesa con una expresión de dulce emoción en los
ojos y disponiéndose a seguir escuchando, ya que bajo la ventana
estallaban risas y gritos de «¡Más, más!». Sin embargo, un ojo
penetrante hubiera podido advertir en seguida que no era el asombro
lo que retenía al alcalde en su sitio. Su actitud era la del viejo
gato experimentado al dejar que se le acerque al rabo un inexperto
ratón mientras traza rápidamente el plan para cortarle la retirada
a su escondite. Su único ojo estaba fijo aún en la ventana y ya su
mano, que había hecho una señal al guardia, se apoyaba en el
picaporte de madera de la puerta, cuando de repente, en la calle,
estalló un griterío. El vinicultor, entre cuyos numerosos méritos
figuraba la curiosidad, después de haber llenado su pipa de tabaco,
salió corriendo a la calle, pero los traviesos mozos se habían
dispersado ya.
-¡No! ¡No te me
escaparás! -gritaba el alcalde, arrastrando de la mano a un hombre
vestido con una zamarra vuelta del revés.
El vinicultor,
aprovechando el tiempo, se acercó corriendo para mirar la cara de
aquel perturbador de la paz, pero retrocedió tímidamente al ver una
larga barba y una careta espantosamente pintarrajeada.
-¡No!... ¡No te me
escaparás! -gritaba el alcalde, mientras continuaba arrastrando a su
prisionero hacia la jata; éste no sólo no oponía la menor
resistencia, sino que lo seguía tranquilamente, como si se dirigiese
a su propia casa- ¡Karpo, abre el granero! -dijo el alcalde al
guardia-. Lo pondremos en el granero oscuro. Después despertaremos
al escribano, reuniremos a los demás guardias, atraparemos a todos
los alborotadores y hoy mismo dictaremos una resolución.
El guardia hizo
tintinear un pequeño candado y abrió el granero. En este momento el
prisionero, aprovechando la oscuridad y haciendo uso de una fuerza
extraordinaria, escapó de sus manos.
-¿Adónde vas?
-gritó el alcalde, agarrándolo más fuerte del cuello.
-¡Déjame, soy yo!
-se oyó decir a una voz atiplada.
-¡No te valdrá...,
no te valdrá, hermano! Ya puedes chillar si quieres con voz de
diablo..., no sólo con la de una baba, que no me engañarás -y lo
empujó hacia el oscuro granero con tal violencia que nuestro pobre
prisionero gimió al caer al suelo mientras el alcalde, acompañado
por el guardia, se encaminaba a la jata del escribano y tras ellos,
como un barco, marchaba con su pipa humeante el vinicultor.
Iban los tres con
aire meditabundo cuando he aquí que de pronto, al doblar una oscura
esquina, lanzaron todos a un tiempo un grito al sentir un fuerte
golpe en la frente, grito al que respondió otro, proferido por
alguien que venía en dirección contraria, cuya cabeza había sido
causa del choque. El alcalde, guiñando su único ojo con extrañeza,
vio al escribano, acompañado de dos guardias.
-Yo iba a tu casa,
escribano.
-Y yo a la de tu
merced, alcalde.
-Están pasando
cosas raras, amigo escribano.
-Cosas raras, amigo
alcalde. ¿Qué ocurre?
-¡Los mozos de la
aldea se han vuelto locos! Andan en tropel por la calle cometiendo
toda clase de fechorías... A tu merced le llaman con unos nombres
que da vergüenza repetirlos. Un soldado borracho tendría miedo de
decirlos con su impía lengua.
El delgaducho
escribano, que vestía unos bombachos de colores abigarrados y un
chaleco del tono de la levadura del vino, acompañó estas palabras
con el movimiento de su cuello, estirándolo y volviéndolo al
instante a su posición anterior.
-Yo ya me había
dormido un poco, pero esos malditos granujas me obligaron a
levantarme de la cama con sus insolentes canciones y su ruido. Quise
meterlos bien en vereda, pero mientras que me puse los bombachos y el
chaleco, se escaparon todos por donde pudieron. El principal de
ellos, eso sí, no se escapó. Está ahora canturreando en la propia
jata en que se mete a los cautivos. Ardía en deseos de saber quién
era este pájaro, pero tiene la cara pintarrajeada con hollín como
un diablo que forja clavos para los pecadores.
-¿Y cómo va
vestido, amigo escribano?
-Ese hijo de perro
lleva puesta una zamarra negra vuelta del revés, amigo alcalde.
-¿Y no estarás
mintiendo, amigo escribano? ¿Qué dirías si supieras que ese pillo
está ahora metido en mi granero?
-No, amigo alcalde.
Tú mismo, con perdón sea dicho, has mentido un poco.
-¡Venga una luz! Lo
veremos.
Trajeron la luz,
abrieron la puerta y el alcalde lanzó un grito de asombro al ver
ante sí a su cuñada.
-Dime, por favor...
-con estas palabras lo abordó ella-. ¿No habrás perdido
completamente el seso? ¿En tu cabezota de un solo ojo quedaba una
sola gota de juicio cuando me empujaste a este oscuro granero? ¡Por
suerte no me pegué en la cabeza con ese gancho de hierro! ¿Acaso no
te estaba gritando que era yo?... Me agarraste, maldito oso, con tus
manazas de hierro y me empujaste.
-¡Ojalá te empujen
los demonios en el otro mundo!
Las últimas
palabras de ella fueron pronunciadas ya en la calle, adonde la
conducían motivos particulares.
-Sí. Ya veo que
eres tú -dijo el alcalde, recobrándose-. ¿Qué dices, amigo
escribano? ¿No es un canalla este granuja?
-Un canalla, amigo
alcalde.
-¿No habrá llegado
todavía el tiempo de dar una lección a estos malditos juerguistas y
de obligarlos a trabajar?
Hace mucho que ha
llegado, hace mucho que ha llegado, amigo alcalde.
-Los muy estúpidos
se han creído... ¡Diablos!... Me pareció oír gritar a mi cuñada
en la calle. Los muy estúpidos se han creído que yo soy su igual.
Creen que soy cualquiera de sus hermanos. ¡Un vulgar cosaco!... -La
tosecilla que siguió a estas palabras y el fijar de soslayo la
mirada a su alrededor dieron a entender que el alcalde se disponía a
hablar de algo importante-. En el año mil... (estos malditos nombres
de años no puedo pronunciarlos aunque me maten). Bueno..., en el año
en que el comisario de entonces, Ledach, recibió la orden de elegir
al más inteligente de entre los cosacos... ¡Oh!... (Este «¡Oh!»
lo dijo el alcalde levantando el dedo.) ¡Al más inteligente!.. para
que escoltara a la zarina... Entonces yo...
-¡Para qué
hablar!... ¡Eso lo saben todos ya, amigo alcalde! ¡Todos saben que
mereciste el favor de la zarina! ¡Pero confiesa ahora que era yo
quien tenía razón... Te echaste un pecado en el alma diciendo que
habías atrapado a ese pícaro de la zamarra vuelta!
-En cuanto a ese
demonio de la zamarra vuelta... A ese hay que encadenarle y
castigarle como es debido. ¡Que sepan lo que es la autoridad! ¿Quién
ha designado al alcalde más que el zar? Después nos ocuparemos de
los demás mozos. No he olvidado cómo esos malditos tunantes
hicieron entrar en mi huerto una piara de cerdos que me devoraron
todas las coles y pepinos. No he olvidado cómo esos hijos del diablo
se negaron a moler mi harina... No he olvidado... Pero bueno..., al
cuerno con ellos. Lo que necesito saber es quién es ese canalla de
la zamarra del revés.
-Por lo visto, un
pájaro de cuenta -dijo el vinicultor, cuyas mejillas en el
transcurso de toda aquella conversación se cargaban como un cañón
de guerra, y cuyos labios, abandonando la corta pipa lanzaban
torrentes de humo-. Un hombre como ese no estaría de más en un
lagar..., aunque lo mejor sería colgarlo de lo alto de un roble,
igual que un incensario.
Esta agudeza no le
pareció tonta del todo al vinicultor, que resolvió al instante
premiarla con una ronca risa, sin esperar la aprobación de los
demás.
En este momento
llegaban a una pequeña jata casi hundida en la tierra. La curiosidad
de nuestros viajeros fue en aumento. Todos se agolparon a la puerta.
El escribano sacó la llave, que tintineó contra la cerradura. Pero
era la llave de su baúl. La impaciencia fue creciendo. Metiendo la
mano empezó a hurgar y a proferir juramentos al no encontrarla.
-Aquí está -dijo
por fin inclinándose y sacándola del fondo de un holgado bolsillo
del que estaban provistos sus abigarrados bombachos. Al oír estas
palabras, los corazones de nuestros valientes parecieron fundirse en
uno solo, y este inmenso corazón empezó a latir con tanta fuerza,
que su irregular latido no pudo ser disimulado ni siquiera por el
ruido del candado al caer. La puerta se abrió y...
El alcalde se quedó
pálido como un cirio. El vinicultor sintió frío y su cabello
pareció querer volar al cielo. El espanto se dibujó en el rostro
del escribano, y los guardias quedaron clavados al suelo sin poder
cerrar las bocas, que habían abierto simultáneamente. Ante ellos
estaba la cuñada. No menos asombrada que todos, ésta se recobró un
poco e hizo ademán de acercárseles.
-¡Quieta! -gritó
con voz salvaje el alcalde, cerrando de un golpe la puerta-.
¡Señores..., es Satanás! -continuó-. ¡Fuego!... ¡Que hagan
pronto fuego! ¡No tendré piedad de esta jata aunque sea del Estado!
¡Quémenla!... ¡Quémenla! ¡Que no queden sobre la tierra ni
siquiera los huesos del diablo!
La cuñada gritaba
espantada al oír tras la puerta esta amenazadora decisión.
-¡Qué ocurrencia,
hermanos! -dijo el vinicultor-. Tienen ustedes el cabello, a Dios
gracias, del color de la nieve y todavía les falta el juicio. Con el
fuego corriente no puede quemarse a una bruja. Sólo el fuego de una
pipa puede hacer arder la hoguera. ¡Esperen! ... Ahora mismo lo
arreglaré yo todo -al decir estas palabras el vinicultor echó la
ceniza caliente de su pipa sobre un montón de paja y empezó a
soplar sobre ella. La desesperación dio en este momento ánimos a la
pobre cuñada, que empezó a suplicar con voz sonora y a tratar de
convencerlos de que estaban equivocados.
-¡Esperen,
hermanos!... ¿Por qué hemos de pecar sin necesidad? Puede que no
sea Satanás -dijo el escribano-. Si aquello..., quiero decir lo que
está metido ahí..., consiente en santiguarse será señal segura de
que no es un diablo.
La proposición fue
aceptada.
-¡Apártate,
Satanás! -continuó el escribano, acercando los labios a una
hendidura de la puerta-. Si no te mueves de ahí, te abriremos.
La puerta se abrió.
-¡Santíguate!
-dilo el alcalde, mirando hacia atrás como escogiendo el sitio donde
ponerse a salvo en caso de retirada.
La cuñada se
santiguó.
-¡Qué diablos!...
Es exacto. Es la cuñada.
-¿Qué fuerza
maléfica te arrastró a este cubil, comadre?
Aquí la cuñada
contó sollozando cómo los mozos la habían cogido en la calle y, a
pesar de su resistencia, bajado por la ancha ventana de la jata
clavando sobre ésta un postigo. El escribano miró; efectivamente,
los goznes del postigo habían sido arrancados y este estaba solo
clavado arriba por medio de un taco de madera.
-¡Bueno estás tú,
Satanás de un solo ojo! -exclamó la cuñada avanzando hacia el
alcalde, que retrocedía un poco y seguía observándola-. ¡Ya he
visto tus planes! ¡Querías..., hubieras estado contento si hubieras
podido quemarme! ¡Para poder perseguir con más libertad a las
mozas! ¡Para que nadie pudiera ver las tonterías de un abuelo
canoso! ¿Crees que no sé lo que hablabas anoche con Ganna? ¡Oh...,
yo lo sé todo! ¡No es fácil engañarme... y no será tu cabeza
hueca la que pueda hacerlo! ¡Yo aguanto mucho tiempo; pero luego...
no te quejes!
Diciendo estas
palabras le mostró el puño y se fue rápidamente, dejando
petrificado al alcalde.
-Sí... Aquí el
diablo ha intervenido y de firme -pensó éste, rascándose con
fuerza la cabeza.
-¡Lo hemos cogido!
-gritaron los guardias que entraban en este momento.
-¿A quién han
cogido? -preguntó el alcalde.
-Al diablo de la
zamarra del revés.
-¡A verlo! -gritó
el alcalde, agarrando de las manos al cautivo recién traído-.
¡Están locos!... ¡Este es el borracho Kalenik!
-¡Qué fastidio! Lo
hemos tenido en nuestras manos, señor alcalde, pero en el callejón
nos rodearon esos malditos mozos que empezaron a bailar, a sacarnos
la lengua y arrancárnoslo... ¡Al diablo con ellos! Cómo hemos
pescado a este cuervo en vez de al otro..., ¡sólo Dios lo sabe!
-¡En mi nombre y en
el de todos los vecinos, ordeno atrapar inmediatamente a ese bandido
y asimismo a todos los que se encuentran en la calle! ¡Que me los
traigan para ser juzgados!
-¡Perdónenos,
señor alcalde! -exclamaron algunos, inclinándose hasta los pies.
-¡Si hubieran visto
qué caras llevan! ¡Que Dios nos castigue si hemos visto jamás tan
asquerosas caretas! ¡Dan tanto miedo, señor alcalde, que después
de verlos, ninguna baba se atreverá a echarnos perepoloj!
-¡Ya les daré yo a
ustedes perepoloj. ¿Qué?... ¿No quieren obedecerme? ¡Seguro que
ustedes los apoyan! ¡Son ustedes unos rebeldes! ¿Qué quiere decir
esto? ¿Qué? ¿Un motín? ¡Ustedes!... ¡Ustedes!... ¡Los
denunciaré al comisario! ¡Ahora mismo! ¿Me oyen? ¡Ahora mismo!
¡Corran! ¡Vuelen como pájaros, que los voy a...!
Todos se dispersaron
corriendo.
V
LA AHOGADA
Sin preocuparse de
nada y menos de los perseguidores mandados en su busca, el culpable
de toda esta conmoción se aproximaba lentamente a la vieja casa y al
estanque. Creo inútil decir que era Levko. Su negra zamarra estaba
desabrochada, tenía el gorro en la mano y el sudor le caía a
chorros. El bosque de álamos tenía un aspecto majestuoso y sombrío,
y sólo su linde, que daba frente a la luna, estaba salpicada por un
polvillo de plata El estanque inmóvil exhaló su frescura sobre el
fatigado caminante, obligándolo a descansar en su orilla. Todo
estaba silencioso. En la profunda espesura del bosque se oían
solamente los arpegios del ruiseñor. Un invencible sueño empezó a
cerrar sus ojos. Los cansados miembros estaban prontos a paralizarse.
La cabeza se inclinó...
-No... No me dormiré
aquí... -dijo Levko levantándose y restregándose los ojos. Miró a
su alrededor. Algún extraño e inefable resplandor se mezclaba al
brillo de la luna. Nunca había visto algo parecido. Sobre las
cercanías flotaba una niebla de plata. Por toda la tierra se
esparcía el olor de los manzanos en flor y de las flores de la
noche. Con asombro contemplaba en las inmóviles aguas del estanque
la vieja casa señorial. Veíala invertida en las límpidas aguas con
cierta diáfana majestad. En vez de sombríos postigos lo miraban los
alegres cristales de ventanas y puertas a través de los cuales
brillaban dorados. Pero de pronto le pareció que una ventana se
abría. Conteniendo el aliento, sin moverse y sin apartar los ojos
del estanque, le pareció sentirse transportado a su profundidad, al
ver, primero, el blanco codo que se asomaba a la ventana, y luego la
atractiva cabecita de ojos brillantes que lucían tenuemente entre
las oscuras ondas de la cabellera, y que se apoyaba sobre aquel.
Levko vio que la movía suavemente, que agitaba la mano y sonreía.
El corazón empezó a latirle con violencia. El agua tembló y la
ventana volvió a cerrarse. Levko, silenciosamente, se alejó del
estanque y miró a la casa. Los sombríos postigos estaban
descorridos y los cristales centelleaban bajo la luz de la luna.
«¡Cuán poco hay que confiar en las habladurías de la gente!
-pensó para sí nuestro héroe-. La casa está nuevecita. Los
colores son tan vivos como si estuviera recién pintada. Aquí vive
alguien» -y se acercó calladamente. Pero en la casa todo era
silencio. Sonora y fuertemente resonaban los trinos de los
ruiseñores, y cuando estos se extinguían en la languidez, se oía
el susurro y el chillido de los gritos, o el zumbido de un pájaro de
las ciénagas golpeando con su resbaladizo pico el ancho espejo de
las aguas. Un dulce silencio y deleite sintió en su corazón, y
después de afinar su bandurria, empezó a tocar y a cantar:
¡Oh tú, luna, luna
mía!
¡Oh tú, mi
brillante estrella!
¡Ven y alumbra la
casa
en donde vive mi
bella!
La ventana se abrió
silenciosamente, y la misma cabecita cuyo reflejo había visto en el
estanque se asomó prestando oído. Sus largas pestañas estaban
medio caídas sobre los ojos. Toda ella estaba pálida como un
lienzo. Como el brillo de la luna. ¡Y cuán maravillosa..., cuán
bella! De pronto se echó a reír. Levko se estremeció.
-Cántame, joven
cosaco, una canción -dijo ella en voz queda, inclinando la cabeza y
bajando las espesas pestañas.
-¿Qué canción
quieres que te cante, mi hermosa muchacha?
Las lágrimas
resbalaron silenciosamente por su pálido rostro.
-Muchacho -dijo
ella, y algo indeciblemente conmovedor vibró en su voz-. Muchacho...
¡Encuéntrame a mi madrastra! ¡Todo me parecerá después poco para
ti! Yo te recompensaré. Yo te recompensaré con esplendidez. Tengo
bocamangas con bordados de seda..., corales... y collares. Te daré
un cinturón bordado de perlas. Tengo oro... ¡Muchacho...,
encuéntrame a mi madrastra! Es una horrible bruja. Por culpa de ella
nunca tuve tranquilidad en este mundo. Me martirizaba, me obligaba a
trabajar como una simple campesina. Mira mi cara. Con sus impuras
hechicerías hizo desaparecer el color de mis mejillas. Mira mi
blanco cuello. ¡No desaparecerán! ¡No desaparecerán con nada
estas azules manchas que hicieron sus zarpas de hierro! ¡Mira mis
blancos pies! Han caminado mucho y no sólo sobre alfombras, sino
también por la caliente arena, por la húmeda tierra, por las
espinosas zarzas... Mira mis ojos. Míralos... Las lágrimas les
impiden ver... ¡Encuéntramela, muchacho!... ¡Encuéntrame a mi
madrastra!
Su voz, que empezaba
a elevar su tono, se calló. Por la pálida cara resbalaban arroyos
de lágrimas. Un sentimiento angustioso, mezcla de tristeza y piedad,
oprimió el pecho del mozo.
-Yo estoy dispuesto
a todo por ti, hermosa mía -dijo éste con sincera emoción-, pero
¿dónde.... dónde puedo encontrarla?
-¡Mira, mira! -dijo
rápidamente ella-. Está aquí. Está en la orilla jugando a la
ronda con mis compañeras y calentándose a la luz de la luna. Pero
es taimada y astuta... Adoptó la forma de una ahogada, pero yo
sé..., yo siento que está aquí. Su presencia me causa pesadez, me
asfixia. Por ella no puedo nadar con la ligereza y la desenvoltura
del pez. Me ahogo y caigo al fondo como una llave. ¡Encuéntramela,
muchacho!
Levko miró a la
orilla. En la tenue niebla de plata se sucedía el desfile
vertiginoso de las jóvenes, leves como sombras, que con sus camisas
blancas semejaban blancas flores sobre un prado. Sus collares de oro
brillaban sobre sus cuellos, pero estaban pálidas. Sus cuerpos
parecían formados de transparentes nubes, traslúcidos bajo la luna
de plata. El corro, jugando, se acercaba a Levko. Se oyeron voces.
-¡Vamos a jugar al
cuervo!... ¡Vamos a jugar al cuervo! -alborotaron todas, pareciendo
que hablaban los juncos de la ribera tocados por el viento en la
quieta hora del crepúsculo-. ¿Quién será el cuervo?
Echaron a suertes y
una joven salió de la multitud. Levko empezó a examinarla. Su
rostro, su vestido, todo era en ella idéntico a lo de las demás.
Solamente se veía que hacía sin gana su papel. El corro se deshizo
y la multitud de muchachas se estiró en una fila, empezando a correr
de un lado a otro huyendo de los ataques del ave de rapiña.
-No. Yo no quiero
ser cuervo -dijo la joven, agotada de cansancio-. Me duele arrebatar
los polluelos a su pobre madre.
«Tú no eres bruja
-pensó Levko-. ¿Quién será el cuervo, entonces?»
Las jóvenes se
dispusieron nuevamente a echar a suertes.
-Yo seré el cuervo
-dijo una entre la multitud.
Levko se puso a
observar su cara atentamente. Perseguía con rapidez y audacia a las
demás y se lanzaba a todos lados en busca de su presa. Aquí Levko
empezó a observar que su cuerpo no era tan luminoso como el de las
otras. Se veía algo negro en su interior. De repente, se oyó un
grito. El cuervo se lanzó sobre una de las jóvenes, la aferró, y a
Levko le pareció que de sus manos habían surgido garras y que en su
rostro fulguraba una maligna alegría.
-¡La bruja!
-exclamó señalándola con el dedo y volviéndose hacia la casa.
La muchacha se echó
a reír y las jóvenes, dando un grito, se llevaron consigo a la que
representaba el papel de cuervo.
-¿Con qué puedo
premiarte, muchacho? Yo sé que tú no necesitas oro. Amas a Ganna,
pero tu severo padre te impide casarte con ella. Ahora ya no te
molestará. Toma y dale este papel...
La blanca manita se
extendió mientras el rostro de la muchacha se iluminaba y brillaba
prodigiosamente. Con inexpresable temor y el corazón latiéndole
anheloso, cogió él la nota y... se despertó.
VI
EL DESPERTAR
-¿Me habré
dormido? -dijo para sí Levko, levantándose del pequeño montículo-.
Todo era tan vivo que parecía realidad. ¡Maravilloso! ¡Maravilloso!
-repitió mirando a su alrededor.
La luna, detenida
sobre su cabeza, mareaba la medianoche. Por doquier reinaba el
silencio. Del estanque llegaba el frío. Ante él se elevaba triste
la vieja casona con sus postigos cerrados. El musgo y la hiedra
silvestre indicaban que los hombres la habían abandonado hacía
mucho tiempo. Levko abrió su mano que había estado convulsivamente
cerrada durante todo su sueño y exclamó asombrado al sentir en ella
el contacto de un papel.
«¡Oh, si yo
supiera leer!», pensó dándole vueltas por todos lados. En este
instante se oyó ruido a sus espaldas.
-¡No tengan miedo!
¡Agárrenlo sin demora! ¡No sean cobardes! ¡Somos diez! ¡Apuesto
a que es un hombre y no un diablo! -así gritó a sus compañeros el
alcalde, y Levko se sintió cogido por varias manos, algunas de las
cuales temblaban de miedo-. ¡Vamos, amigo!... ¡Quítate esa máscara
horrible! ¡Basta ya de burlar a la gente! -dijo el alcalde
apresándolo por el cuello.
Pero quedó
petrificado y con su único ojo escapándosele de la órbita.
-¡Levko, hijo!
-exclamó retrocediendo de asombro y bajando las manos-. ¡Eres tú,
hijo de perro! ¡Engendro de Satanás! ¡Y yo pensando en quién
podría ser el canalla y el demonio que ideaba todas esas tretas! ¡Y
resulta que eres tú! ¡Kisel sin cocer que te atraviesas en la
garganta de tu padre! ¡Tú el que te permites organizar fechorías
por la calle e inventar canciones!... ¡Vaya, vaya con Levko! ¿Qué
significa esto? ¿Ya empiezas a rascarte la espalda?... ¡Átenlo!
-¡Espera un
momento, padre! Me han mandado que te entregue esta nota -dijo Levko.
-¡No es este el
momento para notas, palomito!
-Espera un momento,
amigo alcalde -dijo el escribano desplegando la nota-. La escritura
es del comisario.
-¿Del comisario?
-¿Del comisario?
-repitieron maquinalmente
-¿Del comisario?
¡Qué raro! ¡Todavía más incomprensible! -pensó para sí Levko.
-¡Lee, lee! -dijo
el alcalde-. Veamos lo que escribe el comisario.
-Veamos lo que
escribe el comisario -dijo el vinicultor con la pipa entre los
dientes y sacando chispas a la yesca.
El escribano
carraspeó y empezó a leer:
-«Orden al alcalde
Evtuj Makogonenko: Ha llegado a nuestro conocimiento que tú, viejo
tonto, en lugar de recaudar los impuestos atrasados y poner orden en
el pueblo, has perdido el seso y cometes desaguisados.»
-¡A fe mía
-interrumpió el alcalde- que no oigo nada!
El escribano empezó
a leer de nuevo:
-«Orden al alcalde
Evtuj Makogonenko: Ha llegado a nuestro conocimiento que tú, viejo
ton...»
-¡Para, para!...
¡No hace falta que sigas! -gritó el alcalde-. Aunque no he oído
bien, sé que lo principal no ha salido todavía. ¡Sigue leyendo!
-«Y en consecuencia
te ordeno que cases en seguida a tu hijo Levko Makogonenko con la
joven cosaca de vuestro pueblo Ganna Petrichenkova, y también que
repares los puentes del camino principal, y que no des caballos de
los vecinos sin mi conocimiento a los funcionarios judiciales, aunque
vengan directamente de los tribunales. Si, cuando llegue, encuentro
que esta orden mía no ha sido cumplida, serás tú el único
responsable. El comisario, teniente retirado Kosma
Derkach-Drischpanovskii.»
-¡Qué cosas! -dijo
el alcalde abriendo la boca-. ¿Lo oyen ustedes..., lo oyen? ¡De
todo será responsable el alcalde! ¡Tienen que obedecer! ¡Obedecer
sin rechistar!... Si no... ¡Y tú... -prosiguió volviéndose hacia
Levko-, ya que el comisario lo ordena (aunque me parece raro que haya
llegado todo esto a sus oídos) te casarás, pero antes te haré
probar el látigo! El que está colgado en la pared en el sitio de
honor, ¿sabes? Mañana lo estrenaré... ¿En dónde has cogido esta
nota?
Levko, a pesar del
asombro que le producía el inesperado giro del asunto, tuvo el tino
de preparar mentalmente una respuesta y de ocultar la verdad sobre el
modo como había adquirido la nota.
-Ayer por la tarde
fui a la ciudad -dijo- y me encontré con el comisario, que bajaba de
su carretela. Al saber que yo era de este pueblo, me dio este papel y
me encargó que te comunicara, padre, que a su regreso vendrá a
comer con nosotros.
-¿Ha dicho eso?
-Eso ha dicho.
-¿Lo han oído
ustedes? -dijo el alcalde con aire importante dirigiéndose a sus
acompañantes-. ¡El comisario! ¡El propio comisario en persona
vendrá a comer con nosotros! Quiero decir a mi casa... ¡Oh!...
-aquí el alcalde alzó el dedo e irguió la cabeza, colocándola en
posición de escuchar-. ¡El comisario! ¿Lo oyen ustedes? ¡El
comisario vendrá a comer a mi casa! ¿Qué te parece, amigo
escribano? ¿Y a ti, compadre? ¡No es poco honor!, ¿no es verdad?
-Que yo recuerde,
hasta ahora -dijo el escribano- ningún alcalde convidó a comer a un
comisario.
-¡Hay alcaldes y
alcaldes! -dijo con aire satisfecho el alcalde. Su boca se torció y
salió de ella algo parecido a una risa pesada y bronca que semejaba
el retumbar de un trueno lejano-. ¿Qué crees tú, amigo escribano?
¿No te convendría dar orden de que trajeran alguna cosa de cada
jata? Un pollo.... o algo así, para el ilustre huésped, ¿no te
parece?
-¿Y cuándo será
la boda, padre? -preguntó Levko.
-¿La boda?... ¡Ya
quisiera yo darte boda!.... pero en honor del ilustre huésped mañana
los casará el pope. ¡Al diablo con ustedes! ¡Que vea el comisario
cómo se cumple el deber! ¡Ahora, muchachos, a dormir! ¡Váyanse a
sus casas! Lo ocurrido hoy me ha recordado el tiempo en que yo...
-aquí el alcalde miró de soslayo con el aire importante y
significativo de costumbre.
-Bueno... -dijo
Levko-. Ahora empezará el alcalde a contar cómo escoltaba a la
zarina...- y alegre y con rápidos pasos, se apresuró hacia la
conocida jata rodeada de pequeños guindos.
«¡Que Dios te dé
la gloria eterna, buena y hermosa muchacha! -pensaba para sí-. ¡Que
todo te sonría en el otro mundo entre los ángeles y los santos! A
nadie contaré el milagro que ha ocurrido esta noche. ¡Solo a ti te
lo diré, Galiu! ¡Tú sólo me creerás y rezarás por el eterno
descanso de la desdichada ahogada!»
En este momento se
acercó a la jata. La ventana estaba abierta y los rayos de la luna
penetraban por ella y caían sobre la dormida Ganna. Tenía ésta la
cabeza apoyada sobre la mano. Las mejillas, sonrosadas. Los labios se
movían pronunciando, confusamente, el nombre de Levko.
-Duerme, hermosa
mía... ¡Sueña con todo lo mejor que hay en el mundo!, aunque esto
no será mejor que nuestro despertar.
Después de hacer la
señal de la cruz sobre ella cerró la ventana y se alejó
silenciosamente. A los pocos minutos, todo dormía ya en el pueblo.
Sólo la luna seguía flotando en la misma forma brillante y
misteriosa por los inconmensurables océanos del hermoso cielo
ucraniano. Todo en la altura respiraba solemnidad, y la noche..., la
divina noche quemaba majestuosamente sus últimas horas. La tierra,
bañada de un maravilloso brillo plateado seguía siendo hermosa.
Pero nadie se embriagaba ya con esto. Todo estaba sumido en el sueño.
Sólo de tarde en tarde interrumpía un momento el silencio el
ladrido de los perros.
Y todavía, durante
mucho tiempo, el borracho Kalenik vagó por las calles dormidas
buscando su jata.
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